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El Dahlgate

La decisión del sello Puffin de la editorial Penguin de reemplazar o eliminar palabras ofensivas de los textos de Roald Dahl generó una ola de aireadas protestas. La pregunta es, a ese rechazo, ¿lo motivan las razones correctas?

Laura Estefanía  |  17/03/2023

En una nota aparecida el 6 de marzo en The guardian, Francine Prose suma su voz al apasionado rechazo que provocó la nueva versión de algunos libros de Roald Dahl anunciada por el sello Puffin, de Penguin. Su postura y sus argumentos están en línea con los clamores que se han elevado en redes sociales y medios de comunicación. 

Prose –¿así se llama una novelista que fuera además presidenta de la PEN Asociation? – comparte la indignación generalizada ante el sacrilegio. ¿Cuál es el pecado? El pecado es la decisión editorial –tomada en consenso con quienes detentan los derechos de publicación del autor, esto no lo perdamos de vista, por favor– de cambiar palabras y frases consideradas poco inclusivas y ofensivas para los niños lectores de hoy como “feo”, “negro”, o “gordo”, que se cambia por enorme, y “hombres pequeños”, que se convierte en “personas pequeñas”. “Creo que está mal reescribir las palabras de un autor, vivo o muerto, sin su permiso”, afirma Prose, frase muy sencilla en la que se sintetizan todas las declaraciones más o menos formales, pero igualmente exaltadas que venimos escuchando y leyendo por todas partes. 

Es cierto que cuando me enteré del tipo de ajustes que se proponían introducir los de Puffin en los cuentos del escritor británico levanté las dos cejas. Me pareció una jugada torpe eliminar de los textos justamente aquello que constituye la marca distintiva de este autor –aquí un aside sobre esa cuestión de que el autor no existe, nunca me cerró, pero eso lo dejo para otro posteo–. Las exageraciones de rasgos físicos de los personajes es una de las principales herramientas a través de las cuales los narradores de Dahl ridiculizan el mundo adulto, desautorizan su palabra y advierten al lector sobre los peligros que acechan en todas partes y en todas las personas. Sus personajes adultos son poco confiables, extravagantes, impredecibles, caprichosos y esos atributos se manifiestan en cuerpos de rasgos hiperbólicos. A través de la presentación grotesca de los adultos, de sus cuerpos, sus gestos y expresiones, Dahl invierte las relaciones de poder empoderando al niño y destituyendo a los representantes de la adultocracia. Entonces… ¿qué sentido puede tener barrer con las palabras o frases que construyen el cuerpo de esos personajes e invierten las relaciones de poder? Es como meter el dedo en el ventilador. Una imprudencia. Una tontería. 

Ahora bien, de ahí a decir, como dice Prose en su artículo, que tocar el texto de un autor sin su permiso debería ser considerado “el octavo pecado mortal”, hay como dieciséis abismos seguidos. Torpe es una cosa y sacrílega es otra. Porque tiene un tono religioso el levantamiento contra Puffin. Detrás de las escandalizadas denuncias de crimen contra la humanidad, se esconde la muy romántica sacralización del original. No toquemos a Dahl. No toquemos nada que haya escrito un escritor. Esa es la noción romántica, la del autor sagrado. Pero… ¿de qué está hecha la cultura, me pregunto, si no es de constantes reelaboraciones de lo que estaba antes? ¿Qué es la literatura sino una permanente reescritura? Ojo, no estoy desmereciendo la calidad literaria de lo que escribió Dahl ni ningún otro gran autor cuya lectura disfruto muchísimo, si es por eso. Pero una cosa es decir “Qué buenos cuentos escribió Dahl. Son consistentes y están muy bien tramados. Su estilo es muy reconocible por el tono sarcástico del narrador, que generalmente asume la perspectiva de un niño, por las palabras inventadas, por los nombres descriptivos tan acertados y, last but not least, las exageraciones que constituyen su principal recurso expresivo” y otra muy distinta es “Qué buenos cuentos escribió Dahl. No se te ocurra reescribirlos. Ni pienses en crear una nueva versión toda con la letra O, o con escritura en espejo como el Jabberwocky o cambiando las apariciones de la palabra ‘tenedor’ por ‘cortadora de pasto’ porque te vas a ir al infierno, pero antes vamos a hacer una manifestación frente a tu casa con rastrillos en alto para que te retractes y vuelvas a colocar al autor sobre el altar del que no debiste bajarlo nunca”. Eso es otra cosa.

Una decisión editorial, cualquiera que sea, debe ser considerada en su contexto de época. A mí me parece que falta perspectiva histórica en estas airadas protestas contra el versionado de Dahl. Adaptaciones, traducciones, reescrituras, reelaboraciones existieron siempre. El conjunto de estas operaciones se llama literatura. Responden al conjunto de normas que rigen a la cultura en cada momento y que determinan qué es aceptable y que no. Hay una confusión flagrante detrás de las airadas muestras de horror. Lo que resulta chocante no es que se toque el texto de un AUTOR, así con mayúsculas. 

Porque… ¿qué tendría que decir Prose entonces de Les belles infidèles del siglo XVII y las robinsonadas del siglo XVIII, alimentadas por el mismo espíritu de los editores de Puffin, acercar los textos a la sensibilidad de los lectores? ¿Qué pasa con El Martín Fierro ordenado alfabéticamente o la versión en lenguaje inclusivo de El Principito? No es tocar al autor lo que molesta, sino el tipo de ajustes que parecen descabellados porque van en sentido contrario, exactamente para el otro lado, de lo que proponen esos textos y la poética de Dahl en general. 

Lo interesante acá, y que nadie parece haber tenido en cuenta, es ver qué normas están operando detrás de la apuesta editorial de Puffin, qué implícitas o explicitas reglas llevaron a borrar o reemplazar palabras en el material que van a publicar, en qué proyecto editorial y cultural más amplio se inscribe esta colección, y qué lugar ocupa el sello Puffin y la editorial Penguin en el mapa de las empresas culturales de Gran Bretaña en el momento de tomar esa decisión. Ese es el ejercicio que deberíamos hacer si queremos analizar con seriedad la jugada editorial. Porque las decisiones editoriales no se toman en el vacío. Probablemente esta decisión esté relacionada con la reciente adquisición de los derechos de Dahl por parte de Netflix. O tal vez el reemplazo de palabras que se consideran ofensivas –en determinado contexto histórico y cultural– por otras que se consideran inocuas –en determinado contexto histórico y cultural– sea simplemente una campaña de promoción de la colección, una estrategia de marketing, y si es así, aquí estamos hablando de ella, así que felicitaciones. Willy Wonca se saca el sombrero.

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